Si hay algo a lo que me gusta dedicar el tiempo es a viajar, cerca o lejos, viajes de dos días, una semana o tres, dependiendo de las circunstancias. Conocer lugares, paisajes, culturas, gentes... es una de las experiencias más enriquecedoras que conozco, de la que nunca me canso y cada vez quiero más. Lugares a los que quiero ir, y otros a los quiero volver. Intento no repetir porque la tierra es demasiado grande, pero no sé si os ha pasado alguna vez que, después de conocer un sitio, no dudaríais en volver, visitarlo en otra estación, en otro momento, porque creéis que os puede aportar algo más o descubrir algo nuevo.
Uno de esos lugares mágicos y sorprendentes fue Neuschwanstein (piedra nueva del cisne), en Baviera, Alemania. Ahí se encuentra uno de los castillos más visitados del país germano, el del Rey Loco, un edificio impresionante rodeado de montañas, los Alpes, y lagos que lo convierten en único. Fue en verano, estaba recorriendo Alemania y costó decidirme. Para ese día había otros planes que, a priori, parecían más interesantes que conocer un castillo en el que se inspiró Disney para "La Bella Durmiente". Pero nunca me arrepentiré de visitar este lugar fantástico, en un entorno idílico, mágico, que me impresionaba más a medida que me iba acercando.
De estilo neogótico, fue el rey Luis II de Baviera el que mandó construirlo en 1886, destacando visualmente por la esbeltez de sus muros y torres. Para llegar hasta él, levantado sobre una inmensa roca, hay tres opciones: caminando, en una lanzadera o en un coche de caballos. Para la subida elegí la segunda opción porque, a pesar de estar en julio, la lluvia no cesaba, pero me arrepentí casi al instante. La carretera de acceso, muy estrecha, no es apta para miedosos, ni para los que sufren de vértigo, con unas curvas que parecen no acabar nunca, pero al final llegué y mereció la pena. Eso sí, decidí que el camino de regreso lo haría andando, pese a la lluvia y a las sandalias.

Un castillo construido en una época en la que ya no se necesitaban como defensa, de ahí que éste sea un tanto peculiar, con unas instalaciones interiores en las que destaca un logrado sistema de calefacción, conducciones de agua, inodoros y habitaciones diseñadas para convertirse en escenarios de ópera. Pero, sin duda, lo impresionante de este castillo es el lugar en el que se levanta. Entre montañas y lagos, lo convierten en especial. Disfrutar de los increíbles paisajes que lo rodean es una de las mejores experiencias que he vivido, y de las peores.
Me explico: junto al castillo existe un puente de madera, Marienbrucke, hecho de troncos, a una altura de más de 90 metros colgado sobre las gargantas del Pöllack, que comunica dos colinas. Cruzar ese puente y regresar de nuevo al castillo sólo es apto para los muy valientes, a los que el vértigo no les afecte nada. A la altura y el precipicio se suma el hecho de que los troncos no paran de moverse, de crujir mientras avanzas...así es que mi recorrido no pasó de unos metros y me di la vuelta. Lo intenté porque las vistas del castillo desde el otro lado de la colina son espectaculares, pero el miedo pudo conmigo, preferí esperar en tierra firme. Pero a pesar del mal rato del puente, quiero volver a Füssen, en invierno, para ver ese entorno mágico nevado, los Alpes, las cascadas y lagos helados y ese castillo tan majestuoso, con ese puente tan inquietante, tan amenazador...